De la vida cotidiana: una mañana de compras en el supermercado.
Creo ser un tipo ordenado, que todo lo hace basado en un plan previo, y que no quiere dejar nada librado al azar, ni siquiera cuando sólo se trata de una actividad tan pedestre como la de hacer compras en el supermercado.
Por ello mi visita al supermercado comenzó ayer como de costumbre por el ala izquierda, ya que la rutina está internalizada y sigo este itinerario de manera automática. Es en el ala izquierda –al entrar uno al supermercado– donde encontraré los productos de papel (papel higiénico, o como aquí se le llama eufemísticamente “toilet” paper; toallas, servilletas, pañuelos, etc.). De allí continuaré recorriendo pasillo tras pasillo a lo largo de góndolas que ofrecen un extraordinario surtido de mercadería de todo tipo, como ser elementos para el hogar –algunos útiles, otros prescindibles sino inútiles.
Ayer, fuera de ciertos productos de papel, no había en el ala izquierda cosa alguna que necesitara pues la lista que había preparado no incluía ninguno. Pero como gozo del espectáculo tan variado que las góndolas ofrecen, hice como siempre y fuí recorriendo uno y otro pasillo en mi viaje hacia el sector central, donde sí hay productos que debía comprar, según esa lista pre–establecida.
El sector central es, por otra parte, uno de los lugares más atrayentes del supermercado no sólo por el colorido sino porque a diferencia de otros sectores y, en general, a diferencia de las grandes tiendas del Gran País del Norte, uno se siente libre, en un espacio bien iluminado, amplio y de ninguna manera oprimente ya que las estanterías no limitan la visión del conjunto.
Decía que fuí recorriendo pasillo tras pasillo del ala izquierda pues no excluyo jamás darle una oportunidad al azar ya que éste puede sorprenderlo a uno con algo nuevo o con algo que, aún no siendo nuevo el sólo hecho de su presencia puede sugerir una necesidad que pudo haber pasado inadvertida al confeccionar la lista de compras.
En mi recorido llego, entonces, al sector central —el de las frutas y verdura— etapa intermedia en el viaje de compras, pues habían en mi lista productos que para recogerlos requerían que pasara por los pasillos del ala derecha del supermercado —un sector con vistas restringidas por altas estanterías como las del sector de la izquierda— como ser arena para el toilette de los gatos; algunos comestibles envasados (latas de tomates pelados italianos, de San Marzano, que son excelentes para preparar mis salsas preferidas, como la “marinara” —simplísima— o un “filetto di pomodoro” —simple pero sutil— o un “pomodoro al basilico” —otra delicadeza de la cocina italiana— o un “burroro”, salsa complicada, no tanto por su preparación sino porque la atención que uno debe poner en ella no permite el menor descuido en los tiempos y la temperatura de cocción: si ello sucediera la vida se complicaría, y habría que encontrar una salida elegante a una situación imprevista y no deseada pues uno se ha alterado, ha perdido su calma y se hace imposible el seguir cocinando.
Otros productos que se encuentran en el ala de la derecha son los aceites de oliva —el virgen el mejor, que uso siempre— más allá las carnes —las de vaca, cordero, puerco y aves— luego los derivados de las aves, como ser huevos de gallina, de codorniz; y los lácteos, los panes, las bebidas gaseosas (que fuera del agua tónica no me atrae ninguna, y aún el agua tónica no la uso sola sino en la preparación de un vodka–tonic o de un gin–tonic, el primero con Stolichnaya ruso, y el segundo con Bombay británico, en forma exclusiva e inalterable ya que me aseguran ambos un resultado inmejorable: es que el agua tónica tomada sola, o aún con una rodaja de lima, es desagradable por estar muy gasificada, y si se la deja reposar para que pierda un poco de su gas se vuelve intomable pues es imposible encontrar el momento en el que la cantidad de gas es la adecuada: prefiero tomar agua muy fría, algo que puedo controlar) etc.; y los helados.
Dejo siempre los helados para recogerlos al final pues hay días en que la multitud de compradores es tal y las colas para pasar por las cajas son tan largas que los helados llegarían, con toda seguridad, hechos una sopa si hubiera comenzado mi periplo por la derecha en vez de hacerlo por la izquierda: como digo al comienzo, creo ser un tipo ordenado y por ello trato de no dejar nada librado al azar.
Pero la descripción del supermercado y de su contenido me ha apartado del tema de mi relato y debo apresurarme en retornar a él. Vuelvo entonces al sector central. Si se recuerda, es aquél en el que se hallan las verduras y las frutas, los pescados y mariscos, los fiambres y los quesos, las ensaladas y la rotisería, siguiendo la secuencia de izquierda a derecha con el observador frente a ese largo mostrador. Mas al repetir la secuencia, caigo en la cuenta que olvido indicar que frente al largo mostrador hay un par de góndolas tentadoras en grado sumo: una ofrece todos los quesos imaginables, importados de todos los confines de la Tierra; la otra te tienta con delicadezas también traídas de los confines más remotos y menos imaginables del Mundo. Pero me voy del tema otra vez: es que describir la experiencia de una visita a un supermercado del Gran País del Norte —preñada, si se quiere, de sucesos minúsculos pero no por ello menos importantes para el gourmet— es una tarea casi imposible de hacer sin entrar en los detalles. La imaginación se resiste a quedarse en generalidades y se transforma en una máquina creativa, que rememora los hechos y los devuelve magnificados al que los describe, y su memoria se hace detallista muy a su pesar.
¿Cómo olvidar el hecho de que una señora ofrece al comprador muestras de sopa, digamos, por mencionar sólo un ejemplo? Hay días, sobre todo durante el invierno, en los que probar esas exquisiteces —como ser sopas de cebollas, o de puerros y papas, o de zanahorias— no sólo produce placer por su fina preparación, sino que ayuda a mantener el cuerpo a una temperatura adecuada a la inclemencia del clima.
Pero sí, vuelvo a los quesos, única razón por la cual yo me hallaba frente a ese mostrador, tras el cual un empleado impecable en su guardapolvo blanco y tocado con un gorro del mismo color me pregunta qué es lo que deseo —no sin antes haberme dado los buenos días y el obligatorio "¿Cómo está Ud. hoy?" (a lo que suelo contestar diciendo: "Mejor que mañana")— un empleado de aspecto algo extraño: rubio, con la cara cubierta de granos, de ojos saltones e inquisidores, de estatura normal, creo que delgado (digo creo que delgado pues su inmenso guardapolvo parecía vacío). Yo estoy ya acostumbrado a no darle importancia a estos detalles —si bien no dejo de notarlos— pues así me han acostumbrado los casi treinta años de vida que llevo en este país.
Le contesto al pulcro empleado que quiero una libra y media de queso Emmenthal. El pulcro empleado me mira con lo que veo entonces que son ojos algo torcidos, además de saltones e inquisidores, y repite su pregunta. Mi reacción es estar alerta de allí en más, pero reconozco que comienzo a sentir un tanto de alarma por lo que sospecho en poco tiempo ha de suceder. Aún así repito mi respuesta, pero agrego al final: “Suizo de Suiza” —traducción literal de “Switzerland Swiss” en inglés, (se sobreentiende que se trata del queso).
Esta vez el pulcro empleado me mira azorado, sin saber qué más preguntar para aclarar la situación, cuando una empleada, pulcra también y muy alerta, se acerca para preguntarme ella, a su vez qué deseo (previos los consabidos “buenos días, ...” etc.). Yo no tengo más alternativa que repetir mi respuesta inicial y ahí la empleada demuestra ser sorda o no entender inglés. Por ello yo extiendo mi brazo derecho y, con la ayuda del dedo índice de mi mano derecha a modo de guía, señalo el lugar de la heladera donde veo que el Emmenthal espera paciente a que lo corten, lo empaquen y lo despachen. En ese momento, todo vuelve a la normalidad, aunque el pulcro empleado sigue azorado.
Es entonces que noto que lo que parecía una cara “un poco extraña” resulta ser la cara de un americano estúpido, puede que de origen germánico; con seguridad de origen nórdico. El pulcro empleado estúpido, siguiendo instrucciones de la empleada pulcra y alerta, retira entonces el bloque de queso del estante en el que estaba depositado y con sumo cuidado le da vueltas hasta lograr ver el punto a partir del cual puede quitarle al queso la película de polietileno que lo protege. Esta tarea le lleva unos diez minutos: para entonces yo he perdido la noción del tiempo, pero mi paciencia es infinita.
El pulcro empleado estúpido coloca el bloque de queso —que pesaría unos doce kilos, no libras— en el lugar adecuado de la máquina de cortar fiambres (en el caso que nos ocupa la máquina es para cortar quesos, pero ello no significa que haya diferencia alguna con la de cortar fiambres a no ser el uso que se le dé) con tal suerte —la suerte de los americanos estúpidos— que logra no perder el dedo índice de su mano izquierda (me pregunto ¿será zurdo, como la mayoría de los americanos?).
Con el queso asegurado en la máquina, el pulcro empleado estúpido vuelve a dirigirse a mí para repetir parte de su pregunta inicial, la que se refiere a la cantidad de queso que deseo. Yo le respondo con aquélla parte de mi pedido inicial que se refiere a la cantidad, es decir al peso, de queso Emmenthal, sin modificación alguna, no fuera que el pulcro empleado estúpido piense que no he planificado las compras del día con sumo cuidado y precisión, o tal vez crea que mi temperamento es variable y que mis decisiones cambian de manera caprichosa.
Lo que sí hago —y reconozco que eso fue un grave error de mi parte— es precisar las especificaciones de mi pedido, algo que no creí necesario en un comienzo, cuando el pulcro empleado estúpido ignoraba mis deseos. Entonces, como digo, agrego una especificación —importante para quien como yo desea que las cosas sean perfectas para así tener mayor placer en ellas— y le pido que no corte el queso “muy fino” (si el queso se corta demasiado fino las fetas se adhieren unas a las otras y uno se encuentra con un bloque de queso como el original, lo cual sería hacerle perder todo sentido al pedir que se le corte en fetas). Debo reconocer que como especificación es bastante imprecisa pues con ella no se establece una magnitud, pero mis experiencias anteriores con empleados de queserías y fiambrerías ha sido en general muy buena: ellos están bien entrenados para ocupar sus puestos y entienden a la perfección qué es lo que uno quiere decir cuando especifica, en forma tan vaga en apariencia, que quiere que el queso sea cortado en fetas “no muy finas”.
Sí, esta gente entiende, pero no así el que de aquí en más llamaré “idiota”, no sólo para abreviar sino también porque a esa altura de los acontecimientos es evidente que el pulcro empleado estúpido es un idiota. Por otra parte mi atención se agudizaba a medida que pasaba el tiempo, y ya entonces me era dable notar que su cara poseía otras cualidades fuera de las ya descriptas, cualidades siniestras dados la forma de su cabeza —muy ovalada— sus ojos de tamaño y color diferentes uno del otro, lo ralo de su pelo. Por suerte usaba guantes descartables. De no haber sido así, yo renunciaba a mi Emmenthal.
El primer corte de la máquina resulta en una feta de algo más de un centímetro de espesor, lo cual me obliga a re-definir la especificación, pero lo único que atino a decir es “no tan grueso”, en este caso creo ser más específico —me doy cuenta de ello ahora que relato lo que me ha sucedido al ir de compras al supermercado— ya que el adverbio “tan” establece una comparación y al hacerlo supongo que define con mayor grado de precisión cuán grueso debía ser el corte. No es así, como se verá.
Como reacción a lo que digo, el idiota toma la feta con ambas manos y con sumo cuidado —como si sostuviera una sobrepelliz— se la lleva a la trastienda (¿la sacristía?), donde creí que sería medida con los calibres que el supermercado con seguridad posee al solo efecto de mantener contentos a sus clientes (¿feligreses?). Veo que el idiota vuelve al mostrador con cara desencajada (¿Es que ha sido reprendido por su sacristán? ¿O es que quizás ha notado su error? ¡Nunca lo sabré!), pero acomete de nuevo su tarea para esta vez cortar una feta de espesor igual al del papel de cartas para vía aérea. No exagero en lo más mínimo. Y no quiero alargar una historia que ya se ha hecho demasiado larga, por lo que me apresuro a indicar que, de una u otra manera, llegamos a un acuerdo con el idiota en lo que se refiere al espesor de las fetas, acuerdo conveniente para ambas partes pues el idiota no debe hacer más intentos inútiles, ni más viajes a la trastienda, y yo no debo esperar una eternidad para que se vea cumplido mi deseo de llevarme a casa mi libra y media de queso Emmenthal. Como por arte de magia el idiota entra en un ritmo vertiginoso que se interrumpe en forma abrupta e imprevista al indicar la balanza que el peso del queso cortado hasta ese momento —no muy fino, pero tampoco muy grueso–— ha alcanzado la media libra.
Fuera del supermercado sería imposible aguantar el sol y la humedad ambiente; el clima en su interior es casi otoñal pero soportable. Yo quiero mi queso Emmenthal y terminar con el resto de mis compras y me resisto a reaccionar de forma tal que aún estando adentro me sienta como si estuviera expuesto al rigor de la canícula, con lo cual no haría más que contribuir al derroche de energía eléctrica que caracteriza a esta sociedad y a su cultura. De modo que cuando el idiota me pregunta qué otra cosa deseo, le respondo, con la calma más absoluta posible, que agregue otra libra de queso como para así llegar al total de mi pedido. En ese preciso y crítico momento reaparece la empleada pulcra y alerta, y con firmeza digna de mejor causa indica al idiota con palabras reforzadas por gestos y señas que debe seguir cortando sin detenerse hasta tanto el dial de la balanza muestre que se ha llegado a la libra y media, y refuerza aún más sus instrucciones al decir UNO-CINCO-CERO (en inglés, como se comprenderá). Es en ese instante que despierto como si fuera de una suerte de pesadilla, con todas mis neuronas en pleno funcionamiento, ya que reconozco que hasta entonces estaban dedicadas por partes iguales a lo siguiente: a) al tipo de queso y al grosor de las fetas, y b) a no acalorarme y a terminar con mis compras.
Es en ese instante que, como decía, descubro qué tipo de “idiota” he encontrado veo con claridad meridiana cuál es la implicancia social y cultural de mi descubrimiento: que en el Gran País del Norte se aplica una filosofía basada en el positivismo por la cual se transforman los enanos en gigantes, hace que los ciegos miren, y recompensa a los afectados de mogolismo con un empleo en la fiambrería de un supermercado.
Es en ese instante entonces —aterrado por mi descubrimiento y con la mente puesta en salvar al país del embate de los enanos, los ciegos y los mogólicos usando cualquier medio a mi alcance, aún contrariando la cultura del país— veo que el “idiota” trata de envolver el queso (tarea para la cual es obvio no estar preparado) y al tratar de hacerlo desparrama las fetas por el piso de la fiambrería; en ese instante, como digo, con fuerza inesperada y agilidad sobrehumana, salto por encima del mostrador-heladera donde se exhiben los magníficos fiambres, quesos y otras delicadezas, caigo encima del “idiota” y, en un velocísimo y certero movimiento del que no me hubiera creído capaz, le atenazo el cuello con un brazo, con el otro le inmovilizo sus brazos, y con una de mis piernas lo hago caer al piso donde, sin aflojar las tenazas, le vuelco la cabeza para que sepa quién lo ha atacado y cuando me aseguro que me mira con esos ojos saltones e inquisidores le despacho un discurso breve, aunque no adecuado a la ocasión por ser iútil, ya que el idiota no puede comprenderlo, y ante la mirada atónita de público y personal del supermercado lo despacho al más allá.
Espero que mis memorias produzcan tanto dinero en concepto de derechos de autor —seguramente deba conceder numerosas entrevistas a periodistas de periódicos y revistas— como para poder vivir en algún lugar del mundo en el que la población de enanos, ciegos y mogólicos sea mínima o inexistente y pueda finalmente gozar de una vida adecuada a un retiro dedicado a la creación, a la contemplación de la naturaleza, al goce de un clima estable, en un medio pulcro y estructurado, pues soy un tipo ordenado, que todo lo hace basado en un plan previo, que no quiere dejar nada librado al azar, ni aunque sólo se trate de una actividad tan pedestre como la de hacer compras en el supermercado.
Sólo una vez en mi vida he hecho algo sin plan previo. Por ello escribo estas líneas sentado a una de las mesas de la biblioteca de la cárcel de encausados de Brooklyn, en una silla cómoda y con todo el material de referencia a mi alcance, necesario para una defensa adecuada. Pero cuando quede libre me prometo que jamás me apartaré del plan que me haya propuesto al comenzar mi día.
Así será siempre, al quedar en libertad luego de haber sido juzgado, así sea dentro de 25 años; pero jamás dejaré de lamentar que el “idiota” no haya entendido mi discurso.